jueves, 10 de julio de 2014

# Verano.

Desde hacia un tiempo se dio cuenta de que en la vida nada es casualidad, sino causalidad, y vaya problema cuando su brújula emocional entró en conflicto con las teorías de azar, el juego, y las ecuaciones, ya sabéis, todo eso de calcular, probabilidades, incógnitas, y no saber qué va a pasar.
La verdad es que siempre fue más de letras, de esas que no saben fingir, de las que necesitan un por qué para todo porque sí, de las que rompen todo lo que tocan sin querer y son demasiado kamikazes como para esperar esa clase de amor que solo un escritor sabe dar, y vivía en una caja de cerillas mental.

En la radio sonaba "Coffe and TV", de Blur, y aunque no tiene nada que ver con la historia, era necesario decirlo, porque la canción era casi tan bonita como el verano en el que se conocieron, y casi tan bonita como el verano que se imaginaban juntos.
Aunque no lo dijeran.
El invierno era otra historia, tampoco importaba mucho en ese momento. La arena de la playa llenaba el reloj de arena que les ahogaba y daba vida, algo así como la relatividad de las distancias y del tiempo si estaban juntos.
Y es que medir las distancias no siempre implica dejarlas largas.

Él se acercó con el disimulo propio de quien no sabe si le da más miedo hablar o callarse, si pedirle la hora o un beso, y se regalaron un par de miradas antes del prototípico saludo y las risas infantiles y caprichosas y toda la droga del momento y las canciones y el mar de fondo, solo de fondo, como si no hubiera nada más fuera de las dos toallas.
Y posiblemente no lo hubiera.

Porque estaban en la playa, y era verano, y se acercaron hasta estar en la distancia justa como para no poder evitar tener las manos entrelazadas, y por supuesto, las ganas de todo, de todo excepto de que eso se acabara.

Se quedaron allí, hablando de todo y de nada y sin palabras, haciendose cosquillas en los costados hasta acariciarse el corazón.

Se acariciaban con la suavidad de quienes saben lo que duele arrancarse después una tirita si la colocas sobre una herida que no está curada, tocando a tientas al otro, como si fuera un encuentro fortuito y sorprendente, y quizás sí.

Se acariciaban hasta hacerse cosquillas en el corazón para hacerlo reir, porque qué risa más tonta y más merecida...

Ella se quemaba los tobillos y a él le quemaban las ideas, qué desastre más bonito.

Él era como una caja sorpresa, como la del gato ese que se pasa la vida sin saber si está vivo o muerto, siempre con los pies por delante, pero muy, muy vivo... Ronroneando en su espalda, susurrando con la sonrisa.
Ella era como esa sonrisa tonta de cuando le confiesas tu adicción al fuego y al amor a alguien y no huye, sino que se queda contigo a cantar canciones que ni sabéis entonar ni pronunciar y te mira como si no existiera nada más allá.

Eran como polos iguales que en lugar de alejarse se atraían, y al fin y al cabo ni París, ni Venecia, a ellos siempre les quedará la playa.

Diría que fin, pero sería absurdo ponérselo a algo que puede que esté a punto de empezar, o quizás no, es cosa de dos, y qué tontería eso de los finales cuando no hay prisa porque lleguen.

¿No?